abril 10, 2008

Meditaciones sobre el amor


Colgué en clase. El profesor, que tiene una voz muy hipnótica a mi gusto personal, hablaba sobre el amor, sobre Bataille y “La noción del gasto”, y yo, que había dormido muy poco y ya estaba en mi quinta hora de cursada, entré en una escucha latente que se convirtió en disparador hacia algo que me invadió la cabeza repentina e inevitablemente. Prefiero formularlo sin darle demasiado raciocinio, o seré vencida por parámetros culturales que quizás tilden de demasiado crudo, demasiado áspero lo que voy a plantear. Vale aclarar que esos parámetros censuradores viven en mí, estructurados por matrices sociales que me exceden y a veces se me vuelven imperceptibles gracias a su naturalización. No digo nada nuevo con esta explicación, pero quería aclarar que no temo a la censura externa, sino a la propia.
Cuando hablo de amor, no hablo solo del amor de pareja, del amor relacionado con vínculos sexuales, entre hombre y mujer, mujer y mujer, hombre y hombre o como sea. Quiero decir, no hablo del enamoramiento. O no sólo de él. Me refiero a una concepción más amplia, plural, que considera al amor como el vínculo entre dos personas, como una conexión honesta y profunda entre dos seres. Y digo, y esta es mi tesis, que sin duda es el acto más valiente que cualquier ser puede realizar. Porque el amor, en mi concepción, tiene incluido en sí su propia finitud, su propio limite.
Desde que el amor empieza, sabemos también que el amor se acaba. Nuestras soledades, que suelen angustiarnos en cuanto bajamos nuestras guardias racionales, pretenden ser saciadas por esas conexiones, esas redes, esos lazos que tendemos unos con otros. Pretendemos aplacarlas, calmarlas, darles plenitud. Y en base a ello, guiamos nuestra vida, orientamos por momentos nuestra búsqueda tratando de dejar a la soledad como un viejo sentimiento ya caduco. Sin embargo, creo, sabemos todos que ese sentimiento, esa totalidad que buscamos nos es negada quizás desde lo más ontológico de nuestros seres. Intentamos todo el tiempo estar lo más cerca posible del otro, penetrarnos, discernirnos, fusionarnos. La meta es en sí un imposible. El existencialismo dejo claro hace mucho tiempo que la certeza de nuestra propia existencia, el estar atrapados en nosotros como única opción, es de una veracidad incuestionable. No hay forma de llegar al otro de esa manera. Por eso el amor es un viaje frustrado desde el instante cero. No somos más que nosotros, el individuo y sus barreras unitarias insuperables. Nunca podemos ser más ni menos que nosotros mismos. Parece simple, parece obvio. Pero no lo es. O tal vez sí lo es, pero no por ello resulta menos angustiante, menos devastador, menos abrumador. No podemos penetrar en existencias ajenas. Siempre quedara un vacío infranqueable entre el otro y nosotros. No hay camino para superar eso.
Y sin embargo, a pesar de ello, intentamos permanente, buscamos esa conexión que sabemos a largo plazo es imposible. Somos seres sujetando manos que cuelgan de abismos. Eventualmente la mano se resbala. Eventualmente nos quedamos solos, otra vez, como al inicio. La mano se resbala, los demás caen, y el abismo entre nuestra subjetividad y el mundo se nos aparece en toda su grandeza. Afortunadamente existen amores que redoblan, existen personas con las que no nos cansamos de intentar lazarnos, de intentar fusión. Esas relaciones, las menos; esos instantes, los únicos. La sensación puede darse imprevistamente en cualquier instancia. Puede ser una conexión física, desde la más simple unión carnal. Puede presentarse en una charla con un maestro, un tutor. En una enseñanza aprendida. En prestar ese silencio latente hacia la escucha en un estado casi de ensoñación, de hipnosis. En una mirada cómplice a un amigo, a un hermano, que hace que no sea necesario nada más. En una mano tendida a tiempo. En un ritual pagano de esos que inventamos permanentemente, desde un recital multitudinario de una banda que conmueva, hasta una tarde soleada en la platea de una cancha, admirando los colores y los sonidos, dejándose arrastrar, siendo parte. Buscamos la conexión en los momentos más aglomerados o solo en un par de ojos. Siempre sabemos que el lazo se romperá en algún momento, por algún instante. Y simplemente nos arrojamos hacia el vacío con la innegable esperanza de que la red se arme de vuelta, de que estemos frente a un otro de esos que vale la pena reencontrar e intentar reencontrar una y cientos de veces.
Y por ello nos invaden, de tanto en tanto, esos momentos de conexión majestuosa y nuestro aislamiento finge romperse, en un instante supremo y afortunado. Aunque el amor sea un imposible, sólo lo es de a ratos. Arriesgarnos a encontrar, a crear esas circunstancias donde parece real, donde se nos aparece infinito en su propio estatismo imposible, es un salto de coraje absoluto. Aunque sea nuestra soledad la que nos impulse al borde, el último paso siempre es nuestro, es soberano.

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